Paulo Rocha se trasladó a Lisboa [desde Oporto] en 1955 para estudiar Derecho en la universidad. Permanecería en la capital hasta 1959, cuando decide cambiar de rumbo antes de finalizar el curso. Se traslada entonces a París para matricularse en dirección de cine en el IDHEC (Institut des Hautes Études Cinématographiques), en donde coincidirá con el madeirense António da Cunha Telles. Al finalizar sus estudios de dos años y medio, realiza sus prácticas en el rodaje de El cabo atrapado (1962), de Jean Renoir, uno de sus maestros y a quien años más tarde dedicará su largometraje A Raiz do Coraçao (2000).
Al volver de París, Rocha y Cunha Telles empiezan a colaborar en un guion que debería realizar el madeirense. Por circunstancias varias, los acontecimientos cambiaron su curso y ambos acabarán por trabajar juntos en la producción de Los verdes años. El detonante fue una noticia que Rocha leyó en el periódico sobre un crimen pasional acaecido en Avenidas Novas, al lado de su casa. Paulo Rocha vivía en un apartamento en el cruce de Avenida dos Estados Unidos da América con la Avenida de Roma, en el mismo edificio del Vá-Vá, mítico café en el que la juventud intelectual lisboeta animaba una tertulia frecuentada por otros cinéfilos, como Alberto Seixas-Santos, João César Monteiro o António-Pedro Vasconcelos. También formaba parte de los círculos cinéfilos y progresistas católicos que se reunían en torno al Cineclube Católico y la revista O Tempo e o Modo.
Marcadamente influenciado por la nouvelle vague francesa, Paulo Rocha contrariaba una tendencia del cine portugués que privilegiaba el guion por encima de todo. Los verdes años es una película en la que destaca la puesta en escena, que la prioriza al guion: “La misma historia puede contarse de dos maneras, una buena y otra mala, y ser exactamente la misma historia. Que yo priorice la puesta en escena es por lo tanto una guerra contra la pereza, contra la pereza mental, contra la pereza moral (...) En Los verdes años intenté ir en contra de eso. Lo que más me interesaba era la relación entre el decorado y el personaje, el tratamiento de la ‘materia’ cinematográfica. Cuando se trataba de un plano, eran sus líneas de fuerza las que le conferían peso e importancia”.
La banda sonora de la película también fue novedosa. Estaba destinada a ser habitada por la música de jazz, que era la música de la nouvelle vague, del mismo modo que ocurría en Belarmino [Fernando Lopes, 1964], pero el productor Cunha Telles convenció al joven Rocha para asistir a un concierto de Carlos Paredes, de quien apenas había oído hablar y cuya música desconocía: “Leyó un tratamiento de unas doce páginas y me entregó una cinta de cassette con los temas de Los verdes años. Fue como una descarga eléctrica, el corazón de las emociones de la película, aquel lado adolescente y desesperado, estaba mucho mejor en la música que en nuestro proyecto”.
Pero más que ficcionar el drama del zapatero que había cometido el crimen pasional en su calle, Paulo Rocha quería también hablar de su propia experiencia con la ciudad de Lisboa. Tal y como hace Julio en varios momentos de Los verdes años, a Paulo Rocha también le gustaba pasear cada día por los arrabales de la ciudad, por los descampados de Braço de Prata y Olivais, para aislarse y refugiarse, para “imaginar historias”. Los verdes años es sobre todo un testimonio generacional de la decadencia y derrota que afligía a la juventud portuguesa de su época, un retrato de una ciudad de Lisboa claustrofóbica en cuanto símbolo de la decadencia de un imperio otrora majestuoso y que se encuentra en fase de disgregación.
Mucho se ha hablado en su momento de resquicios neorrealistas y presagios de un cine social en Los verdes años: los protagonistas son dos asalariados, las dificultades socioeconómicas, el drama de la emigración, entre otros factores. Paulo Rocha rechazó esas etiquetas y, de hecho, a pesar de la presencia de esos elementos, la película es formal y esencialmente moderna: la construcción de personajes sigue una lógica puramente subjetiva, la narración es consciente de su abstracción y existe un distanciamiento consciente entre el individuo y el medio social circundante.
La película tuvo una excelente recepción crítica internacional, de especial mérito al tratarse de una obra producida en un país periférico y sin gran presencia en los circuitos cinéfilos internacionales. Isabel Ruth recuerda que a Bernardo Bertolucci le encantó Los verdes años y fue tal su impresión que quiso conocerla en persona, la película se alzó con el premio a la mejor ópera prima del Festival de Locarno y recorrió numerosos festivales internacionales de prestigio, logrando palabras de elogio. Esta recepción sería importante tanto para Paulo Rocha como para el propio cine portugués, que pasó a contemplar la internacionalización como una hipótesis posible de afirmación y reconocimiento.