Peso: ciento treinta kilos. Altura: un metro noventa, un rubor que sobresale bajo la porcelana blanca de la piel, los ojos pequeños sumidos entre la masa flácida de la cara y un cráneo redondo, liso, rapado, cepillado, que la mano derecha refriega maquinalmente. Un andar pesado, tambaleante (una herida de guerra), una voz ronca, un eterno sombrero de agricultor que apenas se quita, ceremoniosamente, cuando trabajan los actores.
Así fui a conocer en un mes de noviembre vienés de trabajo febril (El cabo atrapado, 1962) a un hombre que durante años deseé que hubiese sido mi padre. Así vi por fin al actor, aquel músico fallido de La regla del juego («Soy un fracasado») que en una sesión en 16mm., en Madrid, en tiempos pasados, me dio el valor de elegir esta profesión.
Recuerdos de Viena. Parques imperiales, Sisi, Brueghel, Tiziano, Jean Renoir hablando de cocina (alabando a Hitchcock), campos de concentración rehechos en estudio, lluvia, neblina, viejas armas y uniformes hitlerianos, polacos, canadienses, franceses, Françoise Dorléac esperando envidiosa su caporal, siempre sentado en la oscuridad, la sombra de un décor, Renoir dormido, tranquilo, en medio del bullicio general y luego despertando como una rosa cuando las luces estaban listas. Aceptando con interés las propuestas de toda la gente, canadienses, franceses. Dejando a los técnicos toda la posibilidad de elegir, pero, partero apasionado, llorando de emoción cuando un actor le sobrepasaba. Renoir interrumpiendo a Brasseur para dibujar un desnudo en el décor (una letrina en un campo de concentración).
Durante un fugaz mes de noviembre, en Viena, un puñado de extranjeros vivieron extrañamente felices, trabajando alrededor de un hombre inquieto. Muchos, quizá, por primera vez. El secreto del elefante blanco: la felicidad.
Publicado originalmente en O Tempo e o Modo, nº 27, 1965. Publicado en Paulo Rocha. O Rio do Ouro, Cinemateca Portuguesa – Museu do Cinema, Lisboa, 1996. Traducido del portugués por Francisco Algarín Navarro en revista Lumière.