No se sabe en qué puerto del archipiélago de las Antillas atracó el carguero SS Glencairn. Podría ser St. Thomas. En la cubierta del barco, dos hombres conversan. Hay una fiesta en marcha. El carguero partirá pronto, cargado de municiones. Destino: Inglaterra. Las mujeres nativas han traído abundante ron. Uno de los dos bebe. El otro no. Si hubiera seguido haciéndolo, habría muerto. The Long Voyage Home es una película de John Ford realizada en 1940. La fotografía de Gregg Toland parece aquí anticipar la profundidad de campo y los techos a la vista que Welles filmaría un año después en Ciudadano Kane. Smitty bebe y tiene la mirada perdida. Un canto llega desde tierra firme. ¿Es aquello lo que le pone nervioso? «Si no supiera que estamos en las Indias Occidentales, imaginaría que estamos anclados cerca de alguna isla de los muertos». «Los fantasmas se lamentan», le responde Donkeyman. «¿Qué te preocupa, Smitty?». Y el otro: «Oh... recuerdos, Donkeyman». «Cada vez que nos acercamos a la costa, tienes esa expresión en el rostro. Cuando un hombre se va al mar, debería renunciar a pensar en las cosas terrenales. La tierra firme ya no lo quiere. Yo tuve mi parte de cosas que salieron mal, y todas provenían de allí. Ahora he terminado con la tierra firme y la tierra firme ha terminado conmigo».
Islas. Recuerdos imposibles de olvidar. El archipiélago de Cabo Verde, tan presente en las películas de Pedro Costa, se encuentra decididamente más cerca de África. Pero el paralelo es más o menos el de las Antillas. ¿Esos cantos que escucha Smitty tienen el mismo origen? Podrían ser las mismas historias de vampiros, brujas, gardeurs. Historias que podría haber cantado la vieja Sidone, escribe el escritor criollo Derek Walcott, originario de Santa Lucía, Antillas. Canciones cristianas y africanas. Historias de niños perdidos en el bosque. Historias mitológicas de pieles de serpiente tras la muda. «Historias que nos impregnaban como una mancha. Y que nos enseñaron la simetría»¹. Relatos populares que guardan una estructura tripartita, universal. «El relato popular surgió frente al hogar o desde la puerta iluminada de la cabaña en una época en que la noche era una potencia, hostil, infestada de demonios, diablos del bosque, una plaga para el viaje del alma, y cualquier niño que haya escuchado cantar su simetría querrá volver a contarla cuando se convierta en el narrador de su propia historia, con un respeto similar por la forma». Parecen aquí resumidos los primeros minutos de O Nosso Homem, la película que Pedro Costa realizó en 2015. En Cabo Verde, un hombre entrega cartas de muerte sin hacerse notar. Una madre se lo cuenta a su hijo. Viven en los márgenes de Lisboa. Ella recuerda constantemente Cabo Verde: su hogar. Allí quiere regresar, para hacer descansar sus huesos.
Las islas. La tierra firme. Los relatos y las canciones. El movimiento simétrico: el de las historias contadas, transmitidas; el de los recuerdos, y el del espacio que separa a la población emigrada del suelo natal. Incluso a la distancia, algo los lleva de vuelta allí. Tal vez, en realidad, la única manera de olvidar es viajar por mar y no detenerse nunca. En Juventud en marcha (2006), una mujer (Clotilde, la esposa de Ventura) arroja los muebles por la ventana, en la oscuridad de lo que queda del barrio de Fontainhas. Luego, empuñando un cuchillo, recuerda su juventud en Cabo Verde. El océano. Su destreza en la natación. Ninguno de los chicos se atrevía a seguirla. «¡Los tiburones, Clotilde!». Pero ni siquiera los tiburones se acercaban. Los hijos en las rocas, llorando. «Nunca quería regresar. Pero siempre lo hice». Su mirada se inclina hacia abajo. El relato, la palabra, es un canto.
Desde Casa de lava, las películas de Pedro Costa giran en torno a esta comunidad caboverdiana emigrada en Lisboa. Es a partir de esa película que comienza a circular una carta de Robert Desnos a su esposa Youki. Más aún. Ese texto empieza a transitar en otras películas: alterado, modificado, interpolado. Y es como si, a partir de esa carta, se hubiera puesto en marcha un mecanismo. Uno piensa que, en el fondo, sus películas se han transformado en misivas, material recogido en forma de relatos, cantos. Quizás otra forma de poner en escena esa simetría de la que habla Walcott. Envíos para un destinatario que tal vez ya no esté (las cartas a menudo tienen que ver con espectros, recuerdos, muertos). Misivas dirigidas a un futuro pasado: el destinatario será alguien que, a su vez, las recogerá, las contará, añadiendo su propia historia. Vanda, Ventura, Pango, Vitalina, Clotilde, las tres jóvenes en la magnífica Las hijas del fuego, son todas figuras que ponen en movimiento el recuerdo, en forma de carta cantada, contada. La dureza del trabajo, los reproches a los maridos, el esfuerzo y el miedo, el duelo, la nostalgia, el recuerdo de la naturaleza salvaje de las islas. El movimiento es casi metrónomo. En Las hijas del fuego, tres jóvenes han dejado la isla para llegar a algún puerto europeo. Lo que ahora enfrentan es solo fatiga, dolor. Tres voces extienden una especie de polifonía del recuerdo en una pantalla tripartita. La película es la enésima misiva que Pedro Costa recoge, como un cartero. Futuro pasado. La memoria. El canto como paradigma de los intercambios que nunca dejan de ocurrir. ¿Cómo no pensar en ese pasaje del capítulo once de las Confesiones de San Agustín²?
«Me pongo a decir un cántico que conozco: antes de comenzar, hago que mi expectación tienda hacia el total; por el contrario, una vez haya comenzado, hago que mi memoria tienda también hacia todo cuanto va arrancando de ella y haciendo pasado, y la vida de esta acción mía se ve estirada en direcciones opuestas hacia la memoria, por lo que he dicho, y hacia la expectación, por lo que voy a decir. No obstante, queda en presente esa tensión mía, por medio de la cual se hace pasar lo que era futuro para que quede en pasado. Cuanto más y más se va haciendo esto, tanto más, al disminuir la expectación, se va alargando la memoria, hasta que se consuma toda la expectación cuando toda esa recitación, ya acabada, haya pasado a la memoria. Y lo que sucede en el cántico completo, sucede también en cada una de sus partes pequeñas, y en cada una de sus sílabas; sucede también en una recitación más larga, una de cuyas partes pueda ser quizá aquel cántico; sucede también en toda la vida del ser humano, cuyas partes son todas las acciones humanas; sucede también en toda una generación de hijos de seres humanos, de la que forman parte todas las vidas humanas».
Que yo sepa, Pedro Costa es el único que ha sabido recoger, con paciencia, dedicación, y una forma, que es la de la atención, los recuerdos, las historias, los cantos, en resumen, la historia de estos hijos de los hombres. Nos llegan estas cartas. La memoria de estas vidas humanas. Reverberan como un fuego inextinguible.
(1): Derek Walcott, La voz del crepúsculo, Alianza (2000)
(2) San Agustin, Confesiones, Libro XI, 38, Gredos (2010).