En los años 60, en la época de Los verdes años, O Tempo e o Modo me pidió que hablara de mis prácticas con Jean Renoir. Perdí mi artículo, recuerdo que se llamaba algo así como: «Recuerdos del elefante blanco». Era así como le llamaban en Viena en el rodaje de El caporal atrapado (1962). Jean era enorme, gordo, resplandeciente, parecía pesar 120 kilos. Llegaba casi a los dos metros, con un sombrero de cowboy que nunca se quitaba para protegerse la vista de los proyectores y esconder sus lágrimas delante de los actores que le hacían llorar. Fui allí recomendado por un viejo guionista americano, ciertamente famoso, que el IDHEC había elegido para presidir el jurado de los exámenes finales.
Ya había comenzado a hacer pequeños trabajos para Manoel de Oliveira, algunas cosas para A Caça (1964) y Acto de Primavera (1963), pequeña mafia de portuenses y marginales. Pero en aquella época todas mis devociones se dirigían hacia Jean y hacia Mizoguchi. Encontraba a Manoel sorprendente, pero no entendía nada de lo que quería hacer. Manoel venía del cine mudo, del arte moderno, y nosotros, cinéfilos de los años 60, nietos de la Cinemateca de París, éramos «reaccionarios», sólo teníamos ojos y oídos para los clásicos americanos más o menos recientes.
Era el llamado cinéma à hauteur d’homme, sin montaje, sin picados ni contrapicados, un cine transparente, sin forma autónoma. Ésta era la interpretación de la Nouvelle Vague de la herencia americana. Había sido también, en los años 20, la vía de Renoir, que se había construido oponiendo los Stroheims americanos al cine de qualité francés.
En mi caso, mi relación con Renoir, que ya venía desde los inicios de los años 50, en Oporto, era bastante diferente y no tenía nada que ver con el cine americano, que siempre me interesó moderadamente, salvo Keaton y algunos maestros del mudo (Griffith, Stroheim).
Lo que me gustaba era la confianza que depositaba Renoir en las cosas frágiles, algo que me faltaba a mí: la piel de las mujeres, los ojos de los chicos y de los niños, el agua (sagrada) de los ríos sin rumbo. Renoir «acreditaba» la bondad confusa del mundo, la feliz herida de los corazones que sangraban. El Renoir de El río (1951) celebraba el nacimiento y la muerte, el río de las ilusiones y los deseos que le llevaban a tirar al agua los corazones de los hombres. Yo era un adolescente que buscaba un padre, y solo después de ver la hermosa Elena y los hombres (1956) cogí fuerzas para apasionarme perdidamente, a la orilla del Sena.
Lo que me conmovía era ver a Jean Renoir en La regla del juego (1939), a Octave dirigir una orquesta invisible, ir a confesársele abatido a su amada, por quien sentía un deseo tal vez incestuoso: «Soy un fracasado». Que mi maestro se viera como un hijo indigno, bajo los ojos implacables del padre pintor, el dios Auguste, me parecía una injusticia, un misterio que enfadaba a los pobres diablos como yo. Era esa confianza en el error lo que llevaba a Jean a otorgar las riendas de la película a los actores, al equipo, a los azares de los humores y del clima. Los actores repetían las escenas según su voluntad, y el cineasta coleccionaba sus errores, sus actos fallidos; se imponía la lógica ciega y fluctuante de las resistencias y de los miedos, se dejaba llevar en la flor de agua de aquellos ríos oscuros donde se escondían las pulsiones de muerte.
Sus planos secuencia, la improvisación permanente, los castings contra-natura, eran su forma de huir de la dictadura del sentido, de la línea narrativa, de preservar un espacio ciego donde hacer aflorar las voces censuradas de los cuerpos, las sorpresas inconfesables del yo.
Las escenas en los estudios de Viena… nunca las olvidaré. Pero, ¿les fui fiel?
Paulo Rocha, Furadouro, julio de 1993. A Grande Ilusão, nº 15-16, abril, 1994. Publicado en Paulo Rocha. O Rio do Ouro, Cinemateca Portuguesa – Museu do Cinema, Lisboa, 1996. Traducido del portugués por Francisco Algarín Navarro en revista Lumière.