Todavía hoy, cuando vuelvo a pensar en El trío, mi cabeza vuela inmediatamente a Moledo do Minho, el pueblo encantado del norte de Portugal que fue durante el rodaje campo de batallas y de danzas.
Lo que pasa, al final, no es el tiempo, somos nosotros.
Al pensar en El trío en mi bemol, fabricada bajo interregno del confinamiento, en el auge de la pandemia en 2020, no deja de estremecerme el hecho de que vaya a verse ahora en España gracias de nuevo al gesto de Atalante - ¡cuánto les agradezco todos sus ánimos! - y de que ya en breve oigamos el eco de los espectadores en las salas del país vecino.
Cuando filmábamos, en noviembre de ese año, los cines permanecían cerrados en todo el mundo. ¿Para qué una película que se dirigía a ellos? La perspectiva de futuro era un absoluto incógnito. De eso mismo quise hacer una película.
A todo el mundo pareció entusiasmarle la idea, así que nos reunimos, sin dinero y sin ninguna certeza, aunque poseídos por la energía vital que otorga la confianza y sumergidos en una irresistible e irrepetible atmósfera de creatividad plena.
En medio del horror de aquella época, al mismo tiempo se daba un encantamiento sublime que el silencio y la absoluta quietud proporcionaban. El trío en mi bemol, una comedia sentimental, plena de Mozart y de luz, de enredos amorosos rohmerianos, parecía un feliz contrapunto a la época inédita que vivíamos.
Todo lo ocurrido en ese período de tres semanas y dos días de rodaje -en aquella casa luminosa que parecía extrañamente levitar y dejarse llevar por los aires, con su anverso y reverso entre el interior y el exterior- terminó adhiriéndose irreversiblemente a la película, hasta el punto de moldearla, o casi mejor, de arroparla. Había magia, había confianza. Y así la película se iba tricotando con una alegría que espantaba al agotamiento, y los pequeños conflictos y tensiones que surgían no iban más allá de lo que la mordedura de un caniche, tan ridículamente minúscula que te la sacabas de encima con un puntapié.
La película es todo eso, tejida sobre el telón de fondo del texto esculpido al milímetro por Rohmer; un dueto sentimental bordado entre Paul (Pierre Léon) y Adélia (Rita Durão). Un camino labrado entre dos. Prisioneros el uno del otro, confinados en aquel enredo, desconfiados del resto del mundo, queriendo desvelar la verdad profunda que habita en cada uno. No siempre es firme el paso, pero siempre se retoma la marcha hasta la próxima encrucijada del destino. ¿No es también así el camino de quien hace una película? ¿O el de los personajes (añadidos al original) del realizador (Ado Arrieta) con su asistente (Olivia Cábez)?
El trío es también, en suma, una reflexión sobre el acto creador en sí mismo, sobre el gesto que construye la película, sobre la afinación entre actor y personaje, sobre el deseo de tocar el enigmático presentimiento que habita entre la Vida y la Representación de la vida.
El trío fue ese milagro, un estado de inesperada gracia que depositó en mí una incandescencia que reaparece cada vez que pienso en la película, más vulnerable a la ternura, más dócil a la confianza, que es al final la verdadera naturaleza del hombre.
Y otra vez en la vida, pueden creerlo, no sabré verdaderamente qué hacer. Verdaderamente no lo sabré. Aunque Tríos siempre podrán surgir.