La dulzura de la fuga del tiempo

Descubierto años después de su muerte, pues en su tiempo sus películas habían sido juzgadas menos exportables a Occidente, la obra de Ozu, límpida, consagrada a captar la evolución de las costumbres y la fuga del tiempo, conmovió de inmediato. Marcado por una profunda sensibilidad hacia la cotidianeidad de la familia y sus ritos de perpetuación (el matrimonio de los hijos e hijas), su cine, tanto en el fondo como en el estilo, es a la vez muy japonés y universal.

Yasujiro Ozu, nacido en una modesta familia de comerciantes, fue criado por su madre en Tokio, pues su padre regentaba un comercio en provincias. Alumno poco aplicado (fue expulsado del instituto por indisciplina), inapto para los estudios superiores, maestro mediocre, con inclinación al alcohol (recurrirá a su padre para pagar sus deudas de bebedor y tomará sake durante toda su vida), le debe a un tío suyo la entrada en los estudios de la Shochiku en 1923, donde llevará a cabo toda su carrera. Allí conoce a Kogo Noda, que se convertirá en su amigo y en su guionista habitual. Acostumbrarán a juzgar la calidad de un guion en función del número de botellas de sake vaciadas.

Gran consumidor de películas americanas (comedias, películas burlescas), Ozu se inicia como gagman y ayudante de dirección de películas burlescas (nonsense mono). Miembro del “Grupo frívolo”, se especializa en bromas atrevidas, de dudoso gusto, y se jacta de colar siempre una escena de váteres en las películas. Dirige comedias ligeras, bajo influencia americana (admira a Harold Lloyd, a Lubitsch). Al llegar a su décima película, Me gradué, pero… (1929), renuncia al nonsense mono (aunque sus películas seguirán contando siempre con momentos sabrosos), en favor de un cine más grave, de crítica social. Toda su obra (Vida de oficinista, 1929) pertenece al género shomin geki, que trata sobre la vida ordinaria de las clases humildes y de la clase media. Anarquista en el alma, muy antimilitarista, asqueado por la evolución de su país, rueda regularmente hasta 1937, posteriormente de manera más esporádica (una película en 1941, otra en 1942, Había un padre, magnífica), y retoma un ritmo normal a partir de 1947. Ozu muere de cáncer en 1963, el día de su sexagésimo cumpleaños. Este hombre que hizo de la familia el corazón de sus películas nunca fundó una, pues nunca se casó. Al no creer en el más allá ni en la reencarnación, convencido de que nada queda de nosotros tras la muerte, hizo escribir el ideograma mu (vacío) en su tumba. Tras su fallecimiento, su actriz fetiche, Setsuko Hara, de la que se le decía enamorado, renunció al cine y vivió recluida en su casa, no lejos del cementerio en el que está enterrado Ozu.

Ozu hizo películas en las que fue creciendo al mismo tiempo que sus personajes, empezando por filmar jóvenes y estudiantes (sus primeras películas) y más tarde personas mayores. El gran actor Chishu Ryu, que actúa en Había un padre y posteriormente en todas sus películas (Ozu siempre conservó un espíritu de troupe), se convertirá en el interlocutor de sus interrogaciones sobre la existencia. Sus películas de los años treinta describen a familias pobres, de condición modesta. Después de la guerra, su nivel de vida evoluciona (empleados, ejecutivos). Auténtico etnógrafo de los usos de la sociedad japonesa (el tenis y el ocio chic en los años treinta, el golf en los años cincuenta), hace de la perpetuación de una tradición, la de los matrimonios concertados, el teatro conflictivo de sus películas, que confronta a la americanización creciente de la sociedad, hasta el punto de que sus personajes, en sus últimas películas, ¡pueden renunciar al sake para beber whisky!

Su mejor película de los años treinta, muda, es He nacido, pero…, en la cual unos niños se rebelan contra su padre, que hace zalamerías ante su jefe cuando ellos se permiten humillar al hijo de éste en el colegio. Este descubrimiento de la desigualdad social y este rechazo radical a la vida en sociedad que les espera (sumisión, hipocresía) la convierten en una película de una lucidez aterradora. Su otra película mayor, junto con Cuentos de Tokio (1953), sobre una pareja de ancianos que va a visitar a sus hijos e hijas casados y sienten que están de más, es Primavera tardía (1948), que será la matriz de otras de sus películas posteriores. Un padre, viudo, vive solo con su hija, la cual rechaza el matrimonio para no abandonarlo. El padre tendrá que actuar con astucia, haciendo creer que se va a volver a casar, para lograr que su hija sí lo haga, antes de finalmente quedarse solo. El matrimonio en Ozu es una paradoja, un punto de crueldad. Es necesario para la perpetuación de la familia pero al mismo tiempo es un doloroso trance de separación entre padres e hijos. El matrimonio de una hija (Otoño tardío, 1960, El sabor del sake, 1962) es un anticipo de la soledad, preludio de la muerte. Sin que entre en juego el incesto, Ozu es único en el arte de filmar el amor entre los miembros de una misma familia.

Si sus películas mudas están muy influenciadas por el cine americano (movimientos de cámara, luz, interpretación de los actores), el estilo se depura poco a poco hasta encontrar una forma constante, dando la sensación, efecto reforzado por los temas idénticos, de una repetición-variación entre sus películas. La posición de la cámara es baja, como si el espectador, junto a los personajes, estuviera sentado en el suelo, en un tatami. Los planos son fijos, frontales, sin profundidad de campo, y las entradas de los personajes se hacen siempre a partir de elementos del decorado, nunca desde el borde del encuadre. Los decorados de las escenas, invariables, siguen el curso del día: primero la oficina, luego un bar o un restaurante, finalmente un regreso a casa. Cada plano está cuidadosamente compuesto (lo cual se hará aún más intenso con el notable uso del color) y Ozu utiliza los accesorios (boles, frascos de sake, botellas de cerveza) para componer un friso delicado. La actividad de los personajes es sencilla: beber, comer, hablar. El ritmo del montaje, a menudo vivo, se ajusta a las diferentes tomas de palabra. Para cada palabra pronunciada, su rostro. Cada final de escena dialogada concluye con una musiquilla suave que sirve de conexión, acompañada de planos de decorado vacíos, llamados “pillow shots”, para descansar el ojo del espectador. Son, sobre todo, el presentimiento de un desvanecimiento del ser, preludio de la muerte. El cine de Ozu, poblado por relojes que indican la hora, está obsesionado con la fuga del tiempo. Cuanto más fijo es el plano y más inerte el decorado, más se siente, con un simple juego de sombras o un reflejo de luz, el tiempo fugaz. Nada de nostalgia en Ozu, tan solo el perpetuo discurrir del tiempo, aceptado con serenidad y desprendimiento.


Extracto de Les Grands Réalisateurs, editorial Larousse. Ozu por Charles Tesson.

Cómo Ozu no deja de sorprendernos

Las hermanas Munekata, una película de 1950 del gran director japonés Yasujiro Ozu, imposible de ver durante mucho tiempo, es un testimonio perfecto de su estilo y de su universo. Pero es también una prueba más de la multiplicidad de formas que fue capaz de inventar de película en película y de unos enfoques que ilustran la libertad y diversidad de un director tan a menudo caricaturizado como defensor de un conformismo retrógrado.

Yasujiro Ozu, hoy considerado en todo el mundo como uno de los más grandes autores de la historia del cine, murió el 12 de diciembre de 1963, el día que cumplía 60 años, sin haber disfrutado de este reconocimiento.

Con 54 largometrajes en su haber entre 1927 y 1962, fue toda su vida un director tan apreciado por el público japonés como desconocido en el resto del mundo. El mundo del cine europeo y norteamericano, en efecto, lo ignoró durante más de medio siglo. Los cinéfilos occidentales descubrieron a Akira Kurosawa gracias al León de Oro de Rashomon en Venecia en 1951, y a Kenji Mizoguchi poco después, gracias al apoyo activo de Cahiers du Cinéma y de los programas de Henri Langlois en la Cinémathèque Française. Pero tardarían todavía más en empezar a reconocer la importancia del «tercer» gigante del cine clásico japonés —la (parcial) aclamación del cuarto, Mikio Naruse, no llegaría hasta mucho más tarde—. En efecto, solo a finales de los años setenta se estrenan en cines franceses tres películas de Ozu —Cuentos de Tokio, Otoño tardío y El sabor del sake—, dando el pistoletazo de salida a la gran campaña de reconocimiento que llevaría a cabo con éxito el distribuidor Jean-Pierre Jackson.

Unas palabras sobre mis películas

MUNEKATA KYODAI
(Las hermanas Munekata, 1950)

Osaragi, refiriéndose a su novela, me dijo: “Esta es vuestra película”, y en efecto escribimos el guion de manera bastante ágil. Era la primera vez que trabajaba para la Shintoho, pero muchos de mis antiguos amigos colaboraron con entusiasmo y resultó un trabajo muy agradable.

Si he de decir la verdad, sin embargo, siempre me resulta un poco complicado hacer una película basada en una novela. En otras palabras: no es nada fácil poner en imágenes una historia nacida de la imaginación del autor con las estrellas que estén disponibles en un determinado momento.

Normalmente, cuando escribo un guion, tengo ya en mente las características y los límites de cada actor que preveo que va a interpretar un determinado papel. Así es más sencillo también para ellos. Antes, haciendo un esfuerzo enorme, empleaba a principiantes; ahora, sin embargo, prefiero contar con actores buenos, que interpreten bien. Yo ya no tengo la energía que requiere bregar con quien no tiene dotes. Al final, más que ser buen actor e interpretar mejor o peor, lo que cuenta es la calidad humana. Los que me crean más problemas son los actores que, siendo bastante buenos, se comportan como si fueran extraordinarios. Siempre busco la calidad humana: busco a los actores que la tienen película tras película, y acabo creando papeles a propósito para ellos.


Publicado originalmente en Kinema Junpo, núm.39, junio de 1952. En La poética de lo cotidiano, Escritos sobre cine. Yasujiro Ozu. Ediciones Gallo Nero, 2017.